¿Alguna vez has sentido la tentación de cruzar un límite que siempre juraste respetar? Esta es la historia de cómo una noche inesperada sacudió la vida que yo creía tener bajo control.
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Mi nombre es Laura y soy abogada en un prestigioso bufete de la ciudad. Durante años, mi vida ha sido un arreglo meticuloso de citas programadas, reuniones interminables y un matrimonio que siempre consideré como una roca firme en medio del mar. Amaba a mi esposo, Juan, desde el fondo de mi corazón, pero con el tiempo, nuestra relación se volvió monótona, casi mecánica.
Recuerdo la primera vez que vi a Alejandro, el nuevo socio en el bufete. Con su porte y mirada penetrante, destacaba en cada reunión, en cada pasillo que recorríamos juntos para ir a la sala de juntas. No fue algo de inmediato, pero había una especie de chispa latente cada vez que cruzábamos palabras, primero sobre temas triviales, luego conversaciones más personales.
Era una noche de jueves cuando todo cambió. Las hojas de otoño comenzaban a caer, dándole a la ciudad un aire de encanto nostálgico. Yo trabajaba en un caso complicado y había decidido quedarme hasta tarde en la oficina. Alejandro estaba allí también, concentrado en un informe que teníamos que presentar a la directiva al día siguiente.
Nos encontramos, ambos agotados, en la pequeña cocina del bufete. Compartimos un café y una conversación que se convirtió en confidencias. Me habló de su reciente divorcio; yo, del distanciamiento con Juan. Fue un consuelo encontrar a alguien que entendiera tan bien lo que yo sentía. Una especie de conexión emocional inesperada, una conexión que no debería haber atravesado esa línea.
Las luces de la oficina parpadeaban a medida que la noche se apoderaba del edificio. Nos quedamos en la pequeña sala de conferencias, sin apenas darnos cuenta de cómo pasaba el tiempo. Sus ojos nunca abandonaban los míos, y en algún momento, se hizo el silencio, un silencio cargado de electricidad. Mi mente me gritaba que me alejara, pero mi cuerpo tenía otras intenciones.
Sin pensarlo, dejé que mis dedos rozaran los suyos, una caricia que fue más que reveladora. Para entonces, la tensión acumulada se volvió palpable. Sin palabras, nos acercamos y nuestros labios se encontraron en un beso suave, lento y meticulosamente calculado. No había una prisa desenfrenada, sino una marea contenida que al fin se liberaba.
Nos dirigimos entonces a una de las oficinas vacías. Las luces de la ciudad desde el ventanal creaban sombras que bailaban a nuestro alrededor, marcando el ritmo de nuestros movimientos. Sus manos, firmes pero delicadas, recorrieron cada rincón de mi cuerpo, como un explorador descubriendo un nuevo mundo. Sentía que el aire se tornaba más denso, cargado de un deseo latente y profundo.
Esa noche, la pasión fue nuestro único lenguaje. Nuestros susurros y gemidos, pausados y contenidos, llenaron el espacio, mezclándose con los ruidos lejanos de la ciudad nocturna. Alejandro me llevó a lugares que había olvidado que existían, despertando en mí sensaciones que creí dormidas para siempre.
Cuando el sol comenzaba a insinuarse en el horizonte y la realidad llamaba a la puerta, nos separamos. Ese encuentro, esa noche, fue nuestro secreto, guardado en lo más profundo de nuestros corazones. No volvimos a hablar de ello, pero la complicidad en nuestras miradas decía más que mil palabras.
Ahora, cuando vuelvo a casa y miro a Juan, me pregunto si él también siente esa monotonía que me llevó a cruzar la línea. ¿Qué harías tú en mi lugar? Opinad en los comentarios.