El día del deseo inevitable

¿Alguna vez has conocido a alguien que hiciera tambalear los cimientos de tu mundo, aunque solo fuera por un breve instante? Si te ha pasado, sabes de qué hablo.

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Mi nombre es Natalia y soy una mujer casada desde hace 12 años. Marcos, mi esposo, es un hombre maravilloso. Después de tanto tiempo juntos, nuestra relación se ha transformado en algo más sólido y cómodo; sin embargo, a veces siento que la chispa de la pasión se ha desvanecido, aunque nunca queriendo admitirlo en voz alta. Nuestra rutina se ha asentado en un respetuoso y cariñoso compañerismo que lleva la marca del tiempo y la comodidad, aunque también del tedio en ciertos momentos.

Todo comenzó un viernes por la tarde. Era una jornada como cualquier otra en la oficina donde trabajo como diseñadora gráfica. Había llegado más temprano de lo habitual para finalizar un proyecto muy importante. Mis compañeros iban llegando conforme avanzaba la mañana y fue entonces cuando vi a Alejandro.

Alejandro era un arquitecto con el que nuestra empresa había comenzado a colaborar recientemente. No tenía la costumbre de aparecerse por nuestra oficina, ya que su trabajo generalmente se realizaba fuera de ella. Aquella mañana llevábamos meses trabajando juntos, pero solo cruzando correos electrónicos y llamadas telefónicas. Verlo por primera vez en persona fue como un golpe suave, pero penetrante.

Alejandro tenía una cierta aura de seguridad y encanto que resultaba difícil de ignorar. Sus ojos, de un marrón intenso, irradiaban una mezcla de seriedad y picardía, mientras que su sonrisa era como un rayo de sol en un día nublado.

Cuando nuestros ojos se cruzaron, sentí una conexión inmediata, casi magnética. Recuerdo la tibia sensación que se apoderó de mi cuerpo, sorprendiéndome. Fue él quien rompió el hielo, aproximándose a mi mesa con paso firme pero elegante.

—Buenos días, Natalia. Me alegra verte al fin en persona —dijo mientras me extendía la mano. Al estrechársela, nuestras miradas se encontraron y algo en su mirada revolvió algo profundo dentro de mí.

—Igualmente, Alejandro —respondí tratando de mantener la compostura, pero sintiendo el rubor en mis mejillas.

A partir de ese momento, su presencia se volvió una constante en la oficina. Habíamos decidido trabajar en el proyecto en conjunto lo más posible físicamente, lo que significaba horas y horas lado a lado. Compartíamos ideas, risas y, a veces, silencios cargados de una tensión que ambos sentíamos, pero ninguno se atrevía a nombrar.

Durante esas semanas, comenzó a gestarse una complicidad especial entre nosotros. Aquella chispa que había dormido dentro de mí durante tanto tiempo empezó a encenderse una vez más. Nos enviábamos mensajes y correos electrónicos que, aunque formales, escondían entre líneas una serie de coqueteos sutiles.

Recuerdo un particular día lluvioso. Estábamos trabajando en una sala de reuniones alejada del bullicio de la oficina principal. El clima afuera era desapacible, lo que hacía que el entorno se sintiera íntimo, casi acogedor. Estábamos revisando unos planos cuando accidentalmente rozamos nuestras manos. En ese preciso instante, una corriente eléctrica recorrió mi cuerpo.

Alejandro levantó la mirada y, con una sonrisa, retrocedió su mano deliberadamente, sin dejar de mirarme con esos ojos profundos que tanto me desconcertaban. No hizo falta que dijera nada, su mirada hablaba por sí sola. Sabía que algo estaba cambiando entre nosotros.

—¿Quieres tomar un café? —me preguntó entonces, desviándose un poco del tema profesional.

Acepté con un simple asentimiento y nos dirigimos a la cafetería cercana. Caminamos bajo un mismo paraguas, muy cerca el uno del otro, y una parte de mí deseó que ese momento durara para siempre. Nos sentamos en una mesa apartada, y la conversación fluyó de manera tan natural como siempre, aunque esta vez con un trasfondo distinto.

La lluvia golpeaba suavemente los ventanales, creando un ambiente aún más íntimo. Y fue entonces cuando Alejandro se atrevió a ir un paso más allá.

—Natalia, hemos estado trabajando juntos un tiempo, y no puedo evitar sentir que hay algo más entre nosotros —dijo, sus ojos fijos en los míos, su tono serio pero suavemente inquisitivo.

Mi corazón latía con fuerza mientras intentaba formular una respuesta. Tenía razón y lo sabía. Había algo más, algo que me hacía sentir viva de nuevo, pero también algo que me llenaba de culpa.

—Alejandro, yo… estoy casada —respondí finalmente, tratando de aferrarme a esa realidad que, en ese momento, parecía desvanecerse como arena entre los dedos.

—Lo sé —contestó él, sin desviar la mirada—. Y no quiero poner en riesgo tu vida, ni la mía. Pero no puedo ignorar lo que siento. Eres como un rayo de luz en mi oscuridad, Natalia.

Esa confesión rompió las últimas barreras de resistencia que me quedaban. No supe qué decirle, sólo podía sentir. La chispa que había comenzado a encenderse ya era un fuego y, aunque sabía que estaba jugando con fuego, decidí dejarme llevar.

Nos miramos en silencio y, en ese instante, supe que lo correcto y lo deseado estaban en conflicto, pero que mi corazón y mi cuerpo ya habían tomado una decisión. A partir de ese momento, mi vida se transformó en un torbellino de emociones encontradas y momentos furtivos.

Cada día en el trabajo se convirtió en una aventura de miradas, toques sutiles y encuentros secretos. Mis sentimientos por Alejandro eran cada vez más intensos y mi relación con Marcos, aunque seguía siendo amorosa y de respeto, parecía menos relevante en comparación.

Una tarde, Alejandro me invitó a acompañarle a un sitio especial, un lugar que quería mostrarme y que significaba mucho para él. Nos dirigimos a las afueras de la ciudad, a una cabaña apartada que parecía sacada de un cuento. Cuando llegamos, me di cuenta de que ese lugar guardaba una magia particular. La cabaña era acogedora, con una gran chimenea y ventanas que daban a un paisaje de ensueño.

Aquella noche fue inolvidable. Las llamas de la chimenea proyectaban sombras danzantes mientras nos acercábamos, irresistiblemente, el uno al otro. Nuestros cuerpos se buscaron en un abrazo que desbordaba deseo, miedo y una pasión que nunca antes había experimentado. Esa noche hicimos el amor como si el mundo fuera a terminar, susurros entrecortados y promesas veladas llenaron el aire.

Después de aquella noche, regresamos a nuestras vidas cotidianas, pero nada volvió a ser lo mismo. Alejandro y yo sabíamos que lo que teníamos era efímero, prohibido, pero también sabíamos que había cambiado nuestras vidas para siempre.

Ahora, dirigiéndome a vosotros, lectores, me pregunto: ¿Es posible vivir dos vidas a la vez sin destruir alguna de ellas? ¿Qué haríais en mi lugar? Dejad vuestra opinión en los comentarios, estaré ansiosa por leer vuestras respuestas.

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